El experimento del Botón Rojo

By Ignasi Giró

Hay un objeto que divide el mundo, especialmente al de la comunicación y la publicidad, en dos grandes grupos de personas. Grupos intrínsecamente separados, esencialmente distintos. Estoy hablando de… ¡Tachan, tachan! (silencio dramático) ¡El Botón Rojo! Se trata de un botón imaginario que llevo un tiempo proponiendo en distintos debates y saraos a modo de experimento (o trampa, según se mire) y que tiene unas propiedades muy particulares.

Si lo aprietas, automáticamente desaparecen Google, Facebook, Twitter, Internet, la revolución digital, todas las mandangas que han nacido en los últimos años… y apareces de golpe y porrazo a finales de los ochenta, filmando mega-spots en Australia, a bombo y platillo, grabando un plano en las Bahamas y recogiendo premios por doquier. Un tele-transportador a los felices ochenta, pero en pleno 2012. Eso es lo que podría hacer el Botón Rojo por ti. Honestamente, si lo tienes delante, ¿tú qué haces? ¿Lo aprietas? ¿Ni pensarlo?

Las investigaciones indican que entre nosotros hay mucha gente que lo pulsaría sin dudar. Sus razones tienen. Sinceramente: si Internet hubiera desmoronado tu idílico modus vivendi y puesto en duda tu futuro más inmediato, ¿no te platearías darle al botoncito tú también? Cuando alguien te mira a los ojos, da un trago al Gin Tonic y confiesa “Joder ¡Lo aprieto ya!” hay que saber escuchar sus razones y comprender sus causas. Porque su decisión suele esconder desgarros emocionales por tanto cambio de golpe. También, esconde mucho talento hastiado de tanta papilla digital y seres bobo digitalizados.

El nuevo mundo es extremadamente complejo y, si bien está lleno de oportunidades, también lo está de piedras, recovecos y ratoneras. Además, no todo ha sido bueno. Un ejemplo: los Gurús 2.0. De esos hay muchos y sobran muchísimos. Si hubiera un Botón Caqui que se cargase al 70% de las ‘personalities’ surgidas, hasta yo lo pulsaba. Más ejemplos: la dependencia digital, el WhatsApp rompiendo cafés, los adolescentes subiendo fotos picantonas o tener el dedo pulgar atrofiado de tanto darle al ‘refresh’ para ver si alguien en China le ha hecho un Like a la foto de tu cena. Sí. Todo esto también está pasando. Y es grave.

Sin obviarlo, a mí me podéis contar entre los que no lo pulsarían ni borracho. Somos bastantes, claro. Muchos se quedan horrorizados al descubrir la mera invención del Botón Rojo. “¡Rómpelo ahora mismo!” replican indignados. Son los apasionados de los últimos cambios, los nativos (y adoptados) digitales, los encantados con el lío. No conciben su vida sin todo lo bueno que los últimos años han generado, ni quieren que desaparezca nada. Incluso esperan más, conscientes de que esto está empezando y convencidos de que lo mejor está aun por llegar.

Más allá de sus efectos, a mí el Botón Rojo me encanta porque ayuda a dilucidar qué pesa más en una persona: si el cabreo por la incertidumbre recién llegada o la pasión por el potencial que ha traído consigo. En un lado están los que añoran, en el otro los que se ilusionan. En un lado los que se adaptan refunfuñando, en el otro los contentísimos por volver a ser aprendices.

Son formas tan distintas de gestionar una misma realidad que me atrevería a decir que cualquier empresa donde la mayor parte de los empleados lo pulsaría tiene un problema grave y necesita urgentemente invertir esa tendencia. Porque si ya es difícil hacer cosas memorables poniendo toda la ilusión del mundo, mucho más es hacerlo con peros y a regañadientes. Especialmente en estos tiempos que corren, en los que quienes peleamos para sacar proyectos adelante tenemos que sortear todo tipo de miedos para detectar y rescatar ilusiones y ganas.

Por eso, cuando me cruzo con alguien que desea apretarlo, tras felicitarle por su honestidad contracorriente, le invito a una copa y trato de convencerle de que no lo haga. Necesitamos compañeros de viaje que no se lamenten por lo perdido y que se enamoren de lo que está por llegar. Necesitamos gentes profundamente convencidas de que lo que está pasando no es una putada, sino que la grandísima putada sería no estar aquí, ahora, viéndolo pasar.