Cariño, deja de escuchar flamenquito…
By Ignasi Giró
Está pasando. La escena se produce cada sábado. O domingo. Incluso algún día entre semana, de esos en que mi moza se despierta rumbera y con ganas de marcha. No pienses mal. Cuando digo «con ganas de marcha» lo digo de manera literal: mi chica se levanta, abre (mi) Spotify y se viste de DJ improvisada. Es entonces cuando viene el giro de guion inesperado. Toman el control una máquina inteligente y un algoritmo (cabrón) que no han aprendido aún a diferenciar entre «el flamenquito que escucha mi chica» y «la música de calidad que escucho yo» —modo ironía «super ON», no se me enfaden los flamencos—. Luego, pasa lo que pasa: mi Spotify Weekly, esa playlist que genera el último algoritmo de Spotify, basado en lo que tú has escuchado, que solía ser buenísima, que me solía encantar, va y se me abarrota de canción ligera modo «Ay, si pillara por banda al algoritmo en un callejón».
La cosa es grave, no hay que negarlo. Ha explotado la era de los AITPONs. Así los llamo yo. Los «Algoritmos Inteligentes Toca Pelotas O No». A veces, lo hacen tan bien que te dan ganas de aplaudirles. Aún recuerdo con cariño esa tarde de verano, perdidos en la playa, buscando un hostalico a las afueras de Calella. El AITPON de Google Maps nos descubrió un camino rural precioso, gracias al cual nos ahorramos tres cuartos de hora de infumable cola agostil. ¡Chapeau! Sinceras alabanzas merecían, también, las playlists que Spotify improvisaba antes de irme a vivir con mi chica. Pero hay otros ejemplos menos brillantes. Ejemplo 1: El día en que el AITPON de Facebook detectó un mísero «Like» a un antiguo compi del cole y decidió saturame el muro durante varias semanas con la Primera Comunión de su hija. Duro. Muy duro. Ejemplo 2: Las «cookies de destrucción masiva» que, un mes después de comprar un armario, siguen anunciándote el mismo armario, de la misma página web donde lo compraste. Ese tipo de AITPONs no tienen nombre ni apellidos.
Poniéndonos más serios, el tema tiene chicha. La realidad es que el área de decisiones que sólo podemos tomar los seres humanos («porque las máquinas son bobas y no saben de casi nada») se está estrechando a pasos agigantados. Casi sin darnos cuenta, estamos cediendo el poder a sistemas informáticos que no siempre están a la altura de las expectativas.
Cuando hablamos de canciones o de posts en Facebook, nos da la risa. Cuando hablamos de cuestiones de vida o muerte, ya no nos reímos tanto. Efectivamente, he dicho cuestiones de vida o muerte. Como la decisión de desviar tu coche hacia un acantilado para salvar la vida de diez niños que cruzan la calle. O la de cortar la electricidad de un quirófano para evitar que colapse un hospital entero. ¿Qué harías tú? ¿Tienes alguna respuesta? Te consolará saber que las mentes más talentosas del mundo se están enfrentando ahora mismo a responder a todas estas preguntas. El reto es de los gordos. Hay que educar a los ordenadores y dotarles de herramientas suficientes para que puedan tomar decisiones mejores que las nuestras. Mejores. Wow. Es cierto, da un poco de miedo. «¿Una máquina pseudointeligente va a conducir mi coche?». Pero si abres el periódico y lees la sección de sucesos o si te paseas por la M-30 una noche de viernes, al redescubrir lo que muchos seres humanos (racionales) entienden por conducción segura, quizás te resulte menos problemático que un ordenador tome las riendas del juego.
Personalmente, ya hace tiempo asumí que los algoritmos son la siguiente evolución natural del «Homo Sapiens». Me río de ellos a veces, como cuando se cargan my Spotify Weekly o no distinguen un buen amigo de un pelmazo. Pero detrás de mi risa se esconde la tozuda certeza de que se viene un cambio de roles. Algo así como cuando ganas a tu hijo jugando al ping-pong y sabes que es sólo cuestión de tiempo que un día crezca veinte centímetros, tú te hagas viejo y el chaval te pegue una paliza sin despeinarse un pelo.
Tomo un café templado y escucho flamenco-pop mientras lo voy madurando con calma. Espero ansioso el día en que un ordenador simpático, ahora pseudoalgoritmo patoso, aprenda a distinguir si el flamenquito chusquero fue un desliz pasajero o un fiel reflejo de mis gustos musicales. Siento mariposas en el estómago sólo de pensarlo.
La cosa es grave, no hay que negarlo. Ha explotado la era de los AITPONs. Así los llamo yo. Los «Algoritmos Inteligentes Toca Pelotas O No». A veces, lo hacen tan bien que te dan ganas de aplaudirles. Aún recuerdo con cariño esa tarde de verano, perdidos en la playa, buscando un hostalico a las afueras de Calella. El AITPON de Google Maps nos descubrió un camino rural precioso, gracias al cual nos ahorramos tres cuartos de hora de infumable cola agostil. ¡Chapeau! Sinceras alabanzas merecían, también, las playlists que Spotify improvisaba antes de irme a vivir con mi chica. Pero hay otros ejemplos menos brillantes. Ejemplo 1: El día en que el AITPON de Facebook detectó un mísero «Like» a un antiguo compi del cole y decidió saturame el muro durante varias semanas con la Primera Comunión de su hija. Duro. Muy duro. Ejemplo 2: Las «cookies de destrucción masiva» que, un mes después de comprar un armario, siguen anunciándote el mismo armario, de la misma página web donde lo compraste. Ese tipo de AITPONs no tienen nombre ni apellidos.
Poniéndonos más serios, el tema tiene chicha. La realidad es que el área de decisiones que sólo podemos tomar los seres humanos («porque las máquinas son bobas y no saben de casi nada») se está estrechando a pasos agigantados. Casi sin darnos cuenta, estamos cediendo el poder a sistemas informáticos que no siempre están a la altura de las expectativas.
Cuando hablamos de canciones o de posts en Facebook, nos da la risa. Cuando hablamos de cuestiones de vida o muerte, ya no nos reímos tanto. Efectivamente, he dicho cuestiones de vida o muerte. Como la decisión de desviar tu coche hacia un acantilado para salvar la vida de diez niños que cruzan la calle. O la de cortar la electricidad de un quirófano para evitar que colapse un hospital entero. ¿Qué harías tú? ¿Tienes alguna respuesta? Te consolará saber que las mentes más talentosas del mundo se están enfrentando ahora mismo a responder a todas estas preguntas. El reto es de los gordos. Hay que educar a los ordenadores y dotarles de herramientas suficientes para que puedan tomar decisiones mejores que las nuestras. Mejores. Wow. Es cierto, da un poco de miedo. «¿Una máquina pseudointeligente va a conducir mi coche?». Pero si abres el periódico y lees la sección de sucesos o si te paseas por la M-30 una noche de viernes, al redescubrir lo que muchos seres humanos (racionales) entienden por conducción segura, quizás te resulte menos problemático que un ordenador tome las riendas del juego.
Personalmente, ya hace tiempo asumí que los algoritmos son la siguiente evolución natural del «Homo Sapiens». Me río de ellos a veces, como cuando se cargan my Spotify Weekly o no distinguen un buen amigo de un pelmazo. Pero detrás de mi risa se esconde la tozuda certeza de que se viene un cambio de roles. Algo así como cuando ganas a tu hijo jugando al ping-pong y sabes que es sólo cuestión de tiempo que un día crezca veinte centímetros, tú te hagas viejo y el chaval te pegue una paliza sin despeinarse un pelo.
Tomo un café templado y escucho flamenco-pop mientras lo voy madurando con calma. Espero ansioso el día en que un ordenador simpático, ahora pseudoalgoritmo patoso, aprenda a distinguir si el flamenquito chusquero fue un desliz pasajero o un fiel reflejo de mis gustos musicales. Siento mariposas en el estómago sólo de pensarlo.