Historia de una maestra que se apellidaba Roca

By Ignasi Giró

Hay miles de libros que cuentan historias de la posguerra. Pero en ninguno encontraréis mención alguna a esta mujer, soltera, inválida, con unas oposiciones denegadas, que siguió enseñando y peleando hasta lograr ser considerada maestra. Una mujer que, en el Reus de los años sesenta, no dudó en sacarse el carnet de conducir para dar clases en el colegio público de L’Aleixar, recorriendo a diario 24 kilómetros a bordo de su tiernísimo Renault 5 amarillo. Eso sí: con calzas ortopédicas y sin pasar de 70. «Si pitan, que piten. Yo voy a mi ritmo». Era Roca, pura roca. No solo enseñó matemáticas a más de mil alumnos. Con su historia de superación personal nos enseñó a no rendirnos nunca.

Durante el verano del 2007 pasé muchas semanas a su lado, grabando un documental sobre su vida. Me explicó cómo, siendo una niña, la polio dejó profundas secuelas en sus piernas. Esas secuelas la obligaron a operarse semanas después de haber iniciado la carrera, en Barcelona. Lo que debería ser una operación corta se convirtió en cuatro años de convalecencia. Su sueño de licenciarse se hundió, vinieron eternas sesiones de rehabilitación y quedó sumida en una tristeza profunda. Fue en esos tiempos cuando descubrió un extraño remedio para superar sus penas: cada vez que algo –o alguien– le hacía daño durante el día, la Senyoreta Roca se decía a sí misma:

«Tranquila, Antonia. Ya lo llorarás después, en la cama». Así pasaron los años por ella –y sus piernas–, mientras superaban juntas cuantos obstáculos iban apareciendo, sin añorar nunca el pasado: «Yo, en cada momento presente, siempre he estado un poco mejor que en el anterior. Por eso nunca he añorado el ayer. Nunca».

Titulamos su historia La prosa, la poesia i la Senyoreta Roca, en honor a la mítica frase que repetía como un mantra: «La vida es prosa. La poesía tienes que ponerla tú». Ciertamente, fue muy prosaico que, superada la rehabilitación, tras cursar magisterio y con renovadas ilusiones por ser profesora, algún burócrata le negara las oposiciones por culpa de su invalidez. Pero la poesía la puso el Sr. Bonilla, en cuya academia privada pudo empezar a enseñar. Poco a poco, sus dotes de maestra se conocieron por toda la ciudad. Finalmente, alguien en Tarragona puso sentido común al entuerto y le aprobó las oposiciones, abriéndole las puertas de nuevas escuelas y nuevos alumnos.

Año tras año recibía la llamada de numerosos padres o abuelos para que les echara una mano a sus hijos o nietos cuando las matemáticas se les atragantaban. Envejeció dando clases de repaso en su entrañable piso del Carrer Llovera a hasta cuatro generaciones de Reusenses. Contaba orgullosa que tres alcaldes de Reus –y uno de l’Aleixar– pasaron por sus manos, y que difícilmente podía salir de paseo sin cruzarse con algún antiguo alumno. Todos, la saludaban con cariño.

La última noche de rodaje, sentada en su silla de ruedas, me miró fijamente y dijo: «El eje de mi vida han sido mis piernas». Se le apagó la voz. Lloró. Continuó. «Aceptar esto con plenitud, me ha llevado toda una vida». Apagamos las cámaras y dejamos de filmar. No había más que añadir.

Pensar en ella es escuchar su voz aguda dibujando problemas en el aire –«Sea X el número de tomates…»– o recordar sus «Piensa, piensa ¡La cabeza sirve para pensar!». Si dudabas acerca de la utilidad de aprender tanto teorema raro, zanjaba la discusión afirmando que «¡Con las matemáticas, el ser humano ha llegado a la luna!». Vivía en un mundo repleto de problemas que se resolvían con tenacidad y sudor. De alguna manera, ella fue una constante mayúscula que nos ayudó a ir despejando nuestras variables más profundas.

Solía decir que «Cuando suba al cielo, les enseñe estas piernecitas y les cuente todo lo que he pasado con ellas, me dirán ‘¡Tira para dentro! ¡Tira para dentro!’». Eligió un sábado soleado para ir a contárselo. Una esquela en los periódicos locales dio fe de su marcha. El lunes, en l’Aleixar, tocaron campanas a muerto. Ya sé que en los grandes titulares no caben incontables personas que, con letra pequeña, aportan un valor inmenso. Pero también sé que es bueno contarnos sus historias, agradecerles sus vidas. Vidas como la de la Senyoreta Roca: una maestra, de Reus, que vivió 94 años, que tuvo unas piernas fragilísimas y que, pese a ellas, o encima de ellas, construyó una luz grande que iluminó a miles de alumnos.

Ignasi Giró, sobrino de Antonia Roca Lecha (1920 – 2014) y exalumno –agradecido– de la Senyoreta Roca